EL AÑO DEL ESPIRITU SANTO DE LA CARTA APOSTÓLICA TERTIO MILLENNIO ADVENIENTE
(JUAN PABLO II)

     El 1998, segundo año de la fase preparatoria, se dedicará de modo particular al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos de Cristo. « El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio —escribía en la Encíclica Dominum et vivificantem— (...) tiene una dimensión pnemautológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo. Lo realizó aquel Espíritu que —consustancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina ».30

     La Iglesia no puede prepararse al cumplimiento bimilenario « de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia ». El Espíritu, de hecho, actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única Revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno: « El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho » (Jn 14, 26).

     Se incluye por tanto entre los objetivos primarios de la preparación del Jubileo el reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia tanto sacramentalmente, sobre todo por la Confirmación, como a través de los diversos carismas, tareas y ministerios que El ha suscitado para su bien: « Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios (cf. 1 Cor 12, 1-11), distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia. Entre estos dones destaca la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el Espíritu mismo somete incluso los carismáticos (cf. 1 Cor 14). El mismo Espíritu personalmente, con su fuerza y con la íntima conexión de los miembros, da unidad al cuerpo y así produce y estimula el amor entre los creyentes ».32

     El Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos. En esta dimensión escatológica, los creyentes serán llamados a redescubrir la virtud teologal de la esperanza, acerca de la cual « fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio » (Col 1, 5). La actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios.

     Como recuerda el apóstol Pablo: « Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza » (Rm 8, 22-24). Los cristianos están llamados a prepararse al Gran Jubileo del inicio del tercer milenio renovando su esperanza en el venida definitiva del Reino de Dios, preparándolo día a día en su corazón, en la comunidad cristiana a la que pertenecen, en el contexto social donde viven y también en la historia del mundo.

     Es necesario además que se estimen y profundicen los signos de esperanza presentes en este último fin de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos: en el campo civil, los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación al ambiente, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia allí donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur del mundo...; en el campo eclesial, una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea...

     La reflexión de los fieles en el segundo año de preparación deberá centrarse con particular solicitud sobre el valor de la unidad dentro de la Iglesia, a la que tienden los distintos dones y carismas suscitados en ella por el Espíritu. A este propósito se podrá oportunamente profundizar en la doctrina eclesiológica del Concilio Vaticano II contenida sobre todo en la Constitución dogmática Lumen gentium. Este importante documento ha subrayado expresamente que la unidad del Cuerpo de Cristo se funda en la acción del Espíritu Santo, está garantizada por el ministerio apostólico y sostenida por el amor recíproco (cf. 1 Cor 13, 1-8). Tal profundización catequética de la fe llevará a los miembros del Pueblo de Dios a una conciencia más madura de las propias responsabilidades, como también a un más vivo sentido del valor de la obediencia eclesial.

     María, que concibió al Verbo encarnado por obra del Espíritu Santo y se dejó guiar después en toda su existencia por su acción interior, será contemplada e imitada a lo largo de este año sobre todo como la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios « esperando contra toda esperanza » (Rom 4, 18). Ella ha llevado a su plena expresión el anhelo de los pobres de Yahveh, y resplandece como modelo para quienes se fían con todo el corazón de las promesas de Dios.

     "Nadie puede decir: `¡Jesús es Señor!' sino por influjo del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3). "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!" (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia:
"El Bautismo nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir, al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les concede la incorruptibilidad. Por tanto, sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo. "

     El Espíritu Santo con su gracia es el "primero" que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva que es: "que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo".[2] No obstante, es el "último" en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad. San Gregorio Nacianceno, "el Teólogo", explica esta progresión por medio de la pedagogía de la "condescendencia" divina:
"El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo suplementario si empleamos una expresión un poco atrevida... Así por avances y progresos "de gloria en gloria", es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos."

     Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, "que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria" (Símbolo de Nicea-Constantinopla). Por eso se ha hablado del misterio divino del Espíritu Santo en la "teología" trinitaria. Aquí sólo se tratará del Espíritu Santo en la "economía" divina. El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Sólo en los "últimos tiempos", inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, es cuando el Espíritu se revela y se nos da, y se le reconoce y acoge como Persona. Entonces, este Designio Divino, que se consuma en Cristo, "primogénito" y Cabeza de la nueva creación, se realiza en la humanidad por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna.

 


 

"CREO EN EL ESPIRITU SANTO"

 

     "Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios" (1 Co 2, 11). Pues bien, su Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que "habló por los profetas" nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos "desvela" a Cristo "no habla de sí mismo".[4] Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué "el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce", mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos.

     La Iglesia, comunión viviente en la fe de los apóstoles que ella transmite, es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo:
          1. En las Escrituras que El ha inspirado;
          2. En la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales;
          3. En el Magisterio de la Iglesia, al que El asiste;
          4. En la liturgia sacramental, a través de sus palabras y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en comunión con Cristo;
          5. En la oración en la cual El intercede por nosotros;
          6. En los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia;
          7. En los signos de vida apostólica y misionera;
         8. En el testimonio de los santos, donde El manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación.

LA MISION CONJUNTA DEL HIJO Y DEL ESPIRITU

     Aquél que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf Ga 4, 6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo. Pero al adorar a la Santísima Trinidad vivificante, consubstancial e individible, la fe de la Iglesia profesa también la distinción de las Personas. Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su Aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero inseparables. Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta, Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela.

     Jesús es Cristo, "ungido", porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud. Cuando por fin Cristo es glorificado, puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: El les comunica su Gloria, es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica. La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en El:
"La noción de la unción sugiere... que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto, de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu... de tal modo que quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto necesariamente con el óleo. En efecto, no hay parte alguna que esté desnuda del Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que se acercan por la fe. (San Gregorio Niceno)."



 

El Espíritu Santo en la Iglesia actual (Juan Pablo II)

Jornada Mundial de las Misiones de 1998.

 

     "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,8)

1. La Jornada Mundial de Misiones de este año, dedicado al Espíritu Santo, y segundo de inmediata preparación al Gran Jubileo del 2000, no puede menos de     tener en Él su punto de referencia. El Espíritu, en efecto, es el protagonista de toda la misión eclesial, cuya "obra resplandece de modo eminente en la misión ‘ad     gentes’, como se ve en la Iglesia primitiva" (Enc. «Redemptoris missio», 21).

    No se puede comprender, en efecto, la acción del Espíritu en la Iglesia y en el mundo con análisis estadísticos o con otros subsidios de las ciencias humanas,     porque aquella se sitúa en otro plano, el de la gracia, percibido por la fe. Se trata de una acción con frecuencia escondida, misteriosa, pero seguramente eficaz. El     Espíritu Santo no ha perdido la fuerza propulsora que tenía en la época de la Iglesia naciente; hoy actúa como en los tiempos de Jesús y de los Apóstoles. Las     maravillas que El hizo, relatadas en los Hechos de los Apóstoles, se repiten en nuestros días, pero con frecuencia permanecen desconocidas, porque en muchas     partes del mundo la humanidad vive ya en culturas secularizadas, que interpretan la realidad como si Dios no existiera.

     La Jornada Mundial de Misiones viene, pues, a llamar oportunamente nuestra atención sobre las maravillosas iniciativas del Espíritu Santo, para que se refuerce      en nosotros la fe y se suscite, gracias precisamente a la acción del Espíritu, un gran despertar misionero en la Iglesia. ¿No es, en efecto, el fortalecimiento de la fe      y del testimonio de los cristianos el objetivo prioritario del Jubileo?

2. La conciencia de que el Espíritu actúa en el corazón de los creyentes e interviene en los eventos de la historia invita al optimismo de la esperanza. El primer gran     signo de esta acción, que propongo a la reflexión común, es paradójicamente la crisis misma que experimenta el mundo moderno: un fenómeno complejo que, en     su negatividad, suscita frecuentemente, por reacción, angustiosas invocaciones al Espíritu vivificador, desvelando el vehemente deseo de la Buena Nueva de     Cristo Salvador presente en los corazones humanos.

    ¿Cómo no recordar, al respecto, la sabia lectura del mundo contemporáneo realizada por el Concilio Ecuménico Vaticano II en la Constitución pastoral     «Gaudium et spes» (ns. 4-10)? En estos últimos decenios, la crisis entonces analizada, se ha profundizado: el vacío de ideales y de valores se ha ensanchado con     frecuencia; ha decaído el sentido de la Verdad y ha crecido el relativismo moral; no raramente parece prevalecer una ética individualista, utilitaria, sin firmes     puntos de referencia; muchos hacen notar cómo el hombre moderno, cuando rechaza a Dios, se descubre menos hombre, lleno de temores y tensiones, cerrado     en sí mismo, insatisfecho, egoísta.

    Las consecuencias prácticas saltan a la vista: el modelo consumista, aunque tan criticado, se impone cada vez más; las preocupaciones, con frecuencia legítimas,     por los muchos problemas materiales, corren el riesgo de absorber hasta tal punto que las relaciones humanas se hacen frías, difíciles. Las personas se descubren     áridas, agresivas, incapaces de sonreír, de saludar, de decir "gracias", de interesarse por los problemas de los demás. Por una compleja serie de factores     económicos, sociales y culturales, las sociedades más desarrolladas experimentan una "esterilidad" inquietante, que es también espiritual y demográfica.

    Pero precisamente de estas situaciones, que llevan a las personas al límite de la desesperación, brota frecuentemente el impulso de invocar a Aquél que "es Señor     y da la vida", porque el hombre no puede vivir sin sentido y sin esperanza.

3. Un segundo gran signo de la presencia del Espíritu es el renacimiento del sentido religioso en los pueblos. Se trata de un movimiento no exento de ambigüedad     que, sin embargo, demuestra de modo inequívoco la insuficiencia teórica y práctica de filosofías e ideologías ateas, de los materialismos que reducen el horizonte     del hombre a las cosas de la tierra. El hombre no se basta a sí mismo. En convicción ya difundida que el dominio de la naturaleza y del cosmos, las ciencias y las     técnicas más sofisticadas no bastan al hombre, porque no le pueden revelar el sentido último de la realidad: son simples instrumentos, no fines para la vida del     hombre y para el camino de la humanidad.

    Y, junto al despertar religioso, es importante poner de manifiesto "el afianzarse en los pueblos los valores evangélicos que Jesús encarnó en su vida (paz, justicia,     fraternidad, dedicación a los más necesitados)" (Enc. «Redemptoris missio», 3). Si consideramos la historia de los dos últimos siglos, nos damos cuenta de cuánto     ha crecido en los pueblos la conciencia del valor de la persona humana y de los derechos del hombre y de la mujer, la aspiración universal a la paz, el deseo de     superar las fronteras y las divisiones raciales, la tendencia al encuentro entre pueblos y culturas, la tolerancia con quien consideramos diverso, el empeño en     acciones de solidaridad y voluntariado, el rechazo del autoritarismo político con el consolidarse de la democracia y la aspiración a una justicia internacional más     equitativa en el campo económico.

    ¿Cómo no ver en todo esto la acción de la Providencia divina, que orienta a la humanidad y a la historia hacia condiciones de vida más dignas para todos? No     podemos, pues, ser pesimistas. La fe en Dios invita, mas bien, al optimismo que brota del mensaje evangélico: "Si se mira superficialmente a nuestro mundo,     impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas éste es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios… Dios está preparando una     gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo" (Enc. Redemptoris missio, 86).

4. El Espíritu está presente en la Iglesia y la guía en la misión ‘ad gentes’. Es consolador saber que no somos nosotros, sino que es Él mismo el protagonista de la     misión. Esto da serenidad, alegría, esperanza, intrepidez. No son los resultados lo que debe preocupar al misionero, porque éstos están en manos de Dios: él     debe empeñarse con todos sus recursos, confiando que sea el Señor quien actúe en profundidad. El Espíritu ensancha además la perspectiva de la misión eclesial     a los confines del mundo entero. La Jornada Mundial de Misiones nos recuerda esto cada año, subrayando la necesidad de no circunscribir nunca los horizontes     de la evangelización, sino tenerlos siempre abiertos a las dimensiones de la humanidad entera.

    Incluso el hecho de que en la Iglesia, nacida de la cruz de Cristo, haya todavía hoy persecución y martirio, constituye un fuerte signo de esperanza para la misión.     ¿Cómo no recordar, al respecto, que misioneros y simples fieles continúan dando la vida por el nombre de Jesús? También la historia de estos últimos años     demuestra que la persecución suscita nuevos cristianos y que el sufrimiento, afrontado por Cristo y por el Evangelio, es indispensable para el desarrollo del Reino     de Dios. Deseo, asimismo, recordar y dar gracias a las innumerables personas que, en el silencio de su servicio cotidiano, ofrecen a Dios sus oraciones y     sufrimientos por las misiones y los misioneros.

5. En las Iglesias jóvenes, la presencia del Espíritu se revela también con otro signo muy fuerte: las jóvenes comunidades cristianas son entusiastas de la fe y sus     miembros, especialmente los jóvenes, se hacen sus propagadores convencidos. El panorama que, al respecto, tenemos ante nuestros ojos es consolador. Fieles     de reciente conversión, o incluso aún catecúmenos, sienten fuertemente el soplo del Espíritu y, entusiastas de su fe, se hacen misioneros en su ambiente.

    Su acción apostólica se proyecta también al exterior. En América Latina, por ejemplo, se han afirmado el principio y la praxis de la "misión ‘ad gentes’", sobre     todo después de las dos últimas Conferencias del CELAM: en Puebla (1979) y en Santo Domingo (1992). Se han celebrado cinco Congresos misioneros     latinoamericanos, y los Obispos proclaman con orgullo que, aun teniendo todavía extrema necesidad de personal apostólico, pueden contar con algunos miles de     sacerdotes, religiosas y voluntarios laicos en misión, sobre todo en África.

    En este Continente, además, el envío de personal apostólico de una nación a otra es una praxis particular, que se va afirmando como ayuda recíproca entre las     Iglesias, a la que se añade también la disponibilidad para la misión hacia ‘ad extra’.

    La Asamblea Especial para Asia del Sínodo de los Obispos, celebrada en la primavera de este año en Roma, ha puesto de manifiesto la misionariedad de las     Iglesias asiáticas, en las que han brotado diversos Institutos misioneros de clero secular: en la India, Filipinas, Corea, Tailandia, Vietnam, Japón. Sacerdotes y     religiosas asiáticos trabajan en África, Oceanía, en países del Medio Oriente, en América Latina.

6. Ante el florecimiento de iniciativas apostólicas en cada rincón de la tierra, no es difícil observarar que el Espíritu se manifiesta en la diversidad de los carismas, los     cuales enriquecen y hacen crecer la Iglesia universal. El apóstol Pablo, en la primera Carta a los Corintios, habla extensamente de los carismas distribuídos para     hacer crecer a la Iglesia (cap. 12-14). El "tiempo del Espíritu", que estamos viviendo, nos orienta cada vez más hacia una variedad de expresiones, un pluralismo     de métodos y formas, en los que se manifiestan la riqueza y vitalidad de la Iglesia. He aquí la importancia de las misiones y de las jóvenes Comunidades eclesiales     que han favorecido ya silenciosamente, según el estilo del Espíritu Santo, una benéfica renovación de su vida. Es indudable que el tercer milenio se perfila como     un renovado apremio a la misión universal y, al mismo tiempo, a la inculturación del Evangelio por parte de las varias Iglesias locales.

7. Escribí en la Encíclica «Redemptoris missio»: "En la historia de la Iglesia, este impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad, así como su disminución es     signo de una crisis de fe… La misión renueva a la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones" (n. 2).

    Invito por lo tanto a reafirmar, contra todo pesimismo, la fe en la acción del Espíritu, que llama a todos los creyentes a la santidad y al empeño misionero.     Acabamos de celebrar el 175º aniversario de la Obra de la Propagación de la Fe, fundada en Lyon en 1822 por una joven laica, Paulina Jaricot, cuya causa de     canonización está en curso. Con feliz intuición, esta iniciativa ha favorecido el crecimiento en la Iglesia de algunos valores fundamentales, hoy difundidos por las     Obras Misionales Pontificias: el valor de la misión misma, capaz de regenerar en la Iglesia la vitalidad de la fe, que se incrementa cuando hay empeño por     comunicarla a los otros: ""¡La fe se fortalece dándola" (Redemptoris missio, 2); el valor de la universalidad del empeño misionero, porque todos, sin excepción,     son llamados a colaborar con generosidad en la misión de la Iglesia; la oración, el ofrecimiento de los propios sufrimientos y el testimonio de vida como elementos     primarios para la misión, al alcance de todos los hijos e hijas de Dios.

    Recuerdo, finalmente, el valor de la vocación misionera "ad vitam": si toda la Iglesia es misionera por su misma naturaleza, los misioneros y las misioneras "ad     vitam" son su paradigma. Aprovecho, pues, esta ocasión para renovar mi llamada a todos los que, especialmente jóvenes, están empeñados en la Iglesia: "La     misión… está aún lejos de cumplirse", subrayé en la Redemptoris missio (n. 1), y por eso hay que escuchar la voz de Cristo que llama también hoy; "Venid en     pos de mí y os haré pescadores de hombres" (cf. Mt 4,19). ¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas de vuestro corazón y de vuestra vida a Cristo! ¡Dejáos     implicar en la misión del anuncio del Reino de Dios; para esto el Señor "fue enviado" (cf . Luc 4,43), y ha transmitido la misma misión a sus discípulos de todos     los tiempos. Dios, que no se deja vencer en generosidad, os dará el cien por uno, y la vida eterna (cf. Mt 19,29).

    Encomiendo a María, modelo de misionariedad y Madre de la Iglesia misionera, a todos aquellos que, ad gentes o en su proprio territorio, en cada estado de     vida, cooperan al anuncio del Evangelio, y envío de corazón a cada uno la Bendición Apostólica.